Lifeforce fue la primera de una lista de "grandes producciones" que tenía prevista la amada/odiada Cannon. La productora había crecido a gran velocidad y su siguiente paso era codearse con las majors. Para esos menesteres se fichó a Tobe Hooper, que todavía podía vivir del prestigio que le dio La matanza de Texas (The Texas chainsaw massacre, 1974) y Poltergeist (Poltergeist, 1982), pese a que ya había catado los sinsabores del fracaso con Trampa mortal (Eaten alive, 1976) y La casa de los horrores (The funhouse, 1981), aunque esta última más un fracaso económico que artístico.
Basada en una novela de título Los vampiros del espacio (The space vampires, 1976) de Colin Wilson, editada aquí por Editorial Noguer en 1977, tuvo un guión firmado por Dan O'Bannon –un clásico del fantástico 80tero que se encargó de escribir Alien, el octavo pasajero (Alien, 1979), Muertos y enterrados (Dead and buried, 1981) o Desafío total (Total recall, 1990), además, dirigir El regreso de los muertos vivientes (The return of the living day, 1985)– y Don Jakoby –que junto a O'Bannon había escrito El trueno azul (Blue thunder, 1983) y luego volvería a repetir con Hooper en Invasores de Marte (Invaders from Mars, 1986). Lo que en un primer momento debió llevar el mismo título que la novela, se cambió a Lifeforce pues el original sonaba demasiado a ciencia ficción barata de los 50. También se cambió la ubicación temporal, pasando del siglo XXI a la actualidad de mediados de los 80, con el consiguiente ahorro en costes de producción. Y muy buen visto por parte de Hopper el usar la figura del cometa Halley, pues poco después del estreno de la película el auténtico iba a pasar por nuestro planeta.
Justo en la cola del cometa, la tripulación de la nave Churchill encuentra una nave, y dentro un montón de seres muertos parecidos a los murciélagos. Además, dos cuerpos desnudos de hombres y una mujer que deciden traerlos a la Tierra, pero en el viaje de retorno se pierde la comunicación con nuestro planeta, por lo que una nueva nave va al rescate encontrándose que no queda nadie de la tripulación salvo los tres cuerpos encontrados en la cola del cometa.
Lifeforce es un film tremendamente irregular. Combina grandes momentos con otros totalmente desastrosos. Su estructura mediante flashbacks no hacen otra cosa que liarnos, dando una sensación de batiburrillo barroco. A todo ello hay que añadir que la trama pase en Londres, un marco un poco extraño para este tipo de historia. Quedando un locurón con vampiros espaciales, zombis, Mathilda May despelotada toda la película, una de esas pelis que cuando piensas en ella te dices "esto va a molar mucho", pero que luego el visionado es tedioso y pesado como él solo.
En cuanto a los efectos, la gran baza de este tipo de películas, vamos más que servidos. Trucajes clásicos con cromas y animatrónics por doquier, obra de John Dykstra, que ya venía con un currículum bajo el brazo en el que sobresalía La guerra de las galaxias (Star Wars, 1977). Además de unos generosos decorados –al lado de donde rodabanLegend (Legend, 1985) y Oz, un mundo fantástico (Return to Oz, 1985)–. Todo un caramelo para los que el digital nos deja plof.
Como es bien sabido, la cosa acabó mal, tremendamente mal. El fracaso en la taquilla norteamericana (apenas 13 millones de dólares, habiendo costado 25), inició el declive de la Cannon, que acabaría por dinamitarse con Superman IV. En busca de la paz (Superman IV. The quest for peace, 1987) y Masters del Universo (Masters of the Universe, 1987). Entre medias, a Tobe Hooper le dio tiempo a realizar las otras dos películas que le quedaban por contrato: Invasores de Marte (Invaders from Mars, 1986), que también naufragó en taquilla, y su último cartucho a la desesperada, volver a terreno conocido con Masacre en Texas (The Texas chainsaw massacre 2, 1986).
Estamos ante lo que, seguramente, fue el punto más álgido de la carrera de Stallone como super estrella hollywoodiense, cuando el tipo ponía a dedo a los directores de sus películas y le construían un campo de golf junto al set de rodaje para que fuese practicando su swing entre toma y toma. Porque después de este Demolition man (Demolition man, 1993) nos encontramos con El especialista (The specialist, 1994),Juez Dredd (Judge Dredd, 1995) o Asesinos (Assassins, 1995), películas que no cumplieron las expectativas y recibieron las críticas más sangrantes en la carrera de Sly. A partir de ahí, y salvo honrosas excepciones como Copland (Cop land, 1996) nos adentramos en su época más oscura, con películas que tardan años en estrenarse y acaban directamente en el mercado del DVD.
En 1996 uno de los policías más polémicos de Los Angeles, John Spartan, más conocido como Demolition Man, anda tras los pasos de Simon Phoenix, unos de los delincuentes más peligrosos, que tiene retenidas a un montón de personas. Todas acaban muertas y tanto Spartan, al que se le acusa de negligencia, como Phoenix son crionizados. Casi 4 décadas después, Phoenix escapa de su encarcelamiento y dado que la sociedad del futuro es pacífica y no sabe como actuar ante un criminal como él, descongelan a Spartan.
Demolition Man reune todos los condicionantes para ser una de las grandes de la época. A saber: reparto lleno de caras conocidas: el propio Sly, Wesley Snipes, una Sandra Bullock que todavía no había despuntado, Benjamin Bratt, Glenn Shadix —el gordito de Bitlechús (Beetlejuice, 1988)— y mini apariciones para Jack Black, Jesse Ventura —el Capitán Libertad de Perseguido (The running man, 1987)— y Rob Schneider. Una banda sonora con el compositor de moda, Elliot Goldenthal, un pluf como la copa de un pino en los 90. Montaje de Stuart Baird, futuro director de Decisión crítica (Executive decision, 1996) y U.S. Marshals (U.S. Marshals, 1998). Vestuario de Bob Ringwood, que había diseñado los trajes de Batman en las pelis de Tim Burton. Y un presupuesto de 60 millones para que hicieran lo que les diese la real gana. Hasta ahí bien. Luego ya entramos en lo que apunta a un choque de trenes como el que pasaría con Juez Dreddcuando colocas a un director que lo último que le interesa es fabricar un blockbuster.
El primer director que tenían pensado era David Fincher, pero éste no estaba disponible y recomendó a un amigo suyo de nombre Marco Bambrilla que también venía del mundo de los anuncios televisivos. Según él, la experiencia de Demolition Man fue bastante negativa, encontrándose como uno más dentro del engranaje de la maquinaría de una superproducción, sin ningún tipo de poder para tomar decisiones. Aun y así, poco después estuvo metido en la secuela de Un hombre lobo americano en Londres (An American werewolf in London, 1981), que llevaba años tanteándose con guiones del propio John Landis o del mismísimo Alex Winter que no llegaban a ningún sitio. Pero sería precisamente de la mano de los guionistas de una de las películas de Winter, La disparatada parada de los monstruos (Freaked, 1991), que la cosa parecía que cobraba forma. El duplo estaba formado por Tim Burns y Tom Stern, siendo este último el que tenía que dirigirla. Pero cuando el proyecto Un hombre lobo americano en París (An american werewolf in Paris, 1998) pasó de ser un film modesto, de unos 10 o 12 millones de dólares, a uno mucho más importante, los productores decidieron que era mejor poner a un director con más nombre, siendo el escogido Bambrilla. Pero éste también acabó saliendo de la producción para dirigir la que sería su segunda y última película, Exceso de equipaje (Excess baggage, 1997) con Alicia Silverstone y Benicio del Toro. A partir de ahí salió de Hollywood para reconvertirse a artista multimedia, con obras audiovisuales que pueden verse en alguno de los museos más importantes del mundo.
Pero volvamos a Demolition Man. Una cinta que combina acción y humor. Tiene muchos detalles que son de agradecer. Como que el personaje de Sandra Bullock esté obsesionada con los 80 y 90, o que la única música que escuchan en el siglo 21 son jingles publicitarios del siglo pasado. Y hasta nos puede resultar divertido el chiste recurrente de las 3 conchas o que a Sly le hagan experto en calceta. Pero hasta ahí. Porque, además de toparnos con un vestuario absurdo con la gente en kimono y un futuro un poco de cartón piedra, el mensaje de que el caos es bueno y lo que mola es la sociedad que vive en las alcantarillas comiendo hamburguesas de rata, bebiendo cerveza y fumando, ya es como muy de pegote.
¿Funciona? Sí, a ratos. ¿Un clásico del cine de acción 90tero? Sí, pero la película está coja, funciona más por los detalles aislados que por su trama de conspiraciones de saldo. Propicios días.
El King Kong (King Kong, 1933) clásico fue un éxito sin precedentes en su día, salvando incluso a la RKO de una situación económica crítica. No así El hijo de Kong (The son of Kong, 1933), que sin ser un fracaso en taquilla sí que tuvo críticas muy malas. Ahí entramos en un período en el que el personaje queda en letargo con algunos proyectos que no vieron la luz, hasta que en los 60 la Toho compra los derechos del personaje y lanza King Kong contra Godzilla (King Kong vs Godzilla, 1962) y luego King Kong se escapa (King Kong escapes, 1967), películas estilo Kaiju Eiga, donde incluso aparece un Kong robotizado, que causan furor en tierras orientales y más allá. Sin ir más lejos, Gojira tai Megaro de 1973 y aquí conocida como Godzilla contra Megalon, fue lanzada en Alemania como King Kong. Dämonen aus dem Weltalz, algo así como King Kong y los demonios del espacio exterior. Evidentemente un anzuelo puramente exploit, pues en la película no aparece King Kong por ningún sitio.
Volviendo a King Kong se escapa, existe una edición en VHS de la mano de Meta Films (una de las muchas distribuidoras que aparecieron como setas en pleno boom del videoclub) que la carátula era un saqueo despiadado de la versión 1976, cambiando el avión de la mano por una palmera. Y ya que estamos con el póster, sería bueno saber porqué el cartel original fue modificado en nuestro estreno, teniendo el yanki un más que evidente avión destrozado en la mano del gorilón, mientras que en el cambio el avión quedaba menos evidente.
No sería hasta los 70 que los yankis se propusieron repescar al macaco con dos películas dado el boom que había del género catastrofista. Por un lado estaba la Universal, que tenía como director a Joseph Sargent —un afincado a la caja tonta pero que de vez en cuando hacía incursiones en el cine como Los traficantes (White Lightning, 1973) con Burt Reynolds; o Pelham 1, 2, 3 (The Taking of Pelham One Two Three, 1974) y unos años más tarde haría Tiburón, la venganza (Jaws: The revenge, 1987), aunque realmente sería reclutado por ser el autor de Colossus: el proyecto prohibido (Colossus: The Forbin Project, 1970—, en el guión estaba Bo Goldman —Alguien voló sobre el nido del cuco (One Flew Over the Cuckoo's Nest, 1975)— y como prota a nuestro querido Colombo Peter Falk.
En el otro lado teníamos al chiflado y entrañable de Dino de Laurentiis, que había contratado como director a John Guillermin, que acababa de hacer El coloso en llamas (The Towering Inferno, 1974); al guión Lorenzo Semple Jr., guionista puramente pulp con sus libretos para la serie Batman (Batman 1966-68) y El avispón verde (The green hornet, 1966-67) u otro Laurentiis como Flash Gordon (Flash Gordon, 1980).
Al final el choque entre las dos producciones indicaba que terminaría en disputas legales, pues las dos decían tener los derechos: De Laurentiis había pagados 200 mil dólares a la RKO y Universal había comprado los derechos de la novelización, pero luego se dio cuenta que esos derechos no se habían renovado y pasaban a ser de dominio público. Al final la cosa se acabó enredando más en los juzgados, con demandas y contrademandas. Finalmente, un juez sentenció que los derechos pertenecían a Merian C. Cooper, guionista y director del film de 1933, que ya en su día estuvo de juicio con la RKO por la disputa de los derechos del personaje. Éste, acabó vendiendo los derechos a Universal.
Pero volvamos allá por 1975, cuando De Laurentiis y la Universal tenían su pelea particular. El italiano llegó a la conclusión que lo importante era adelantarse y estrenar la película antes que la competencia, por lo que aceleró el proceso pese a que todo el tema de la creación del simio estaba muy verde. Aunque, finalmente llegaron a un acuerdo y de lo ganado con su película daría un porcentaje a Universal.
El film del italiano acabó siendo una superpoducción en toda regla: un presupuesto inicial de 16 millones de dólares que acabaron siendo 22, construcción de un gorila robotizado de 6 toneladas y 12 metros de altura recubierto de pelo de caballo argentino (!!) con un coste cercano a los 2 millones de dólares, una escena final con 30 mil extras... Pero como solía pasar con la mayoría de sus grandes producciones, todo tenía cierto olor chusquero, de "esto lo hago por mis huevos salga como salga" y que más vale burro grande, ande o no ande.
La peli empieza bien. La historia está ambientada en la época en la que se rodó y la excusa para llegar a Skull Island (la isla donde habita el simio) está muy bien buscada: un tipejo con contactos en la NASA tiene información que allí puede haber un yacimiento de petróleo. En la expedición hay un polizón que es nuestro héroe (un Jeff Bridges con una de las barbas más asquerosa que se han visto) y luego se encuentran a una naufraga que es una primeriza Jessica Lange. Como dato curioso decir que en el doblaje se censuró lo que se dejaba a entender en la versión original, y es que el personaje de Lange se iba a China hacer una película porno. A partir de ahí la historia es, básicamente, la misma que la original. Llegan a la isla, se encuentran a la tribu que secuestra a la rubia y se la entregan a Kong, para luego capturarlo y llevárselo a Nueva York como —y nunca mejor dicho— mono de feria.
Como decía, el inicio está muy bien, todo lo referente a la llegada a la isla misteriosa es interesante, hasta que le dan por meter una trama forzadísima para que los dos protagonistas (humanos) se enamoran en unas escenas acarameladas en la cubierta del barco mientras se hacen fotos. Ahí el film, que hasta ese momento mantenía una línea seria, comienza a entrar en el terreno de la parodia (aunque sin sin llegar a él al 100%). El personaje de Charles Grodin acaba siendo una caricatura del clásico malo megalómano, acabando como un chiste con patas. Tampoco se puede tomar muy en serio el hecho que a Kong lo hagan aparecer ante el público de un gigantesco surtidor de gasolina. Esperpéntico.
Capítulo aparte habría que darle a los efectos. A día de hoy son simplemente desastrosos y chirriantes, sobre todo en su parte final. Dando la sensación que con tal de estrenar la película en aquellas navidades se cepillaban las tomas a velocidad de vértigo. Parece ser que en un primer momento se contrato a Rick Baker —todavía sin tener la fama que le daría Un hombre americano en Londres (An American Werewolf in London, 1981)— para que se encargara del disfraz del mono, pero cuando por Hollywood se supo que en esta nueva versión el primate iba a ser un señor disfrazado comenzó a correr el choteo como la pólvora, a lo que De Laurentiis miró hacia su Italia natal y se trajo a Carlo Rambaldi, que junto a Baker idearon unos mecanismos para la expresividad de la cara de Kong. Además, el productor se empecinó que eso no podía quedar así, con lo que se le metió entre ceja y ceja (y créeme cuando te digo que de esto iba bien servido) que había que construir un simio gigante. El bicho, de varias toneladas y 12 metros de altura, tenía que moverse pero aquello no funcionaba ni en broma. Su aparición acabó limitándose a un par de minutos al final de la cinta, evidenciando su condición de muñeco gigantesco que no mueve ni un dedo.
Al final, lo más destacable fueron las expresiones faciales de la bestia y poco más. Porque es más evidente que es un señor disfrazado —el mismísimo Rick Baker—, que la escena de la lucha con la serpiente gigante es plasticosa made in Taiwan y la cantidad de escenas con un croma chusquero hacen que uno se pregunte cómo se llevó el Oscar a los mejor efectos. Pero hay que entender que por la época las películas con efectos eran poquísimas y el premio no estaba implementado de forma regular en el certamen. Y par seguir con la faraónica visión del productor, el climax final no podía suceder en el Empire State, si no en las torres gemelas del World Trade Center que se acababan de convertir en los edificios más altos del mundo.
Pese a que hoy en día haya quedado muy desfasada y, en cuanto a novel técnico, a la altura de una serie B, en su día fue un gran éxito taquillero. Lo que ayudó a que los derechos televisivos fueran vendidos a precio de hora, dando con una edición televisiva que llega a las 3 horazas.
King Kong (King Kong lives, 1986). El comentado King Kong producido por De Laurentiis fue un éxito tremebundo, pero en la época todavía no había explotado la cultura de hacer secuelas, que sería más propia de los 80, y había un buen pollo montado con los derechos del personaje. Impedimentos más que importantes para que alguien se planteara una secuela. Y no fue hasta una década más tarde cuando la Universal, que ya era legalmente poseedora de los derechos, y el productor italiano unieron fuerzas para cagar no sólo una de las peores secuelas, si no, una de las peores películas de la historia. No se complicaron demasiado con la trama, haciendo que el inicio se situara justo cuando acaba la anterior. King Kong no está muerto y lo mantienen con vida pero sin conciencia durante una década en algún laboratorio, llegando incluso a insertarle un corazón artificial, pero la operación sale mal y es indispensable una transfusión de sangre. Por arte de birlibirloque del guionista —sí, lo hizo un mago— se topan con otro espécimen pero es versión femenina, la cual capturan y se la llevan para usarla para la transfusión. A partir de ahí lo previsible: los simios se encariñan, se escapan, el ejercito detrás... Aquí realmente son los dos simios los auténticos protagonistas, ninguno de los humanos tienen un mínimo de interés. Ni siquiera Linda Hamilton ni Brian Kewrwin (¿quién diantres es este tipo?), que van constantemente detrás de Kong y señora cuales moscas cojoneras. Hay que decir que las escenas de los cromas están muchísimo mejor hechas que la anterior, incluso juegan más con las perspectivas. Pero aquí la condición de unos señores disfrazados de monetes es mucho más cantosa. Pero tampoco se librán de multitud de fallos de escala. Cosa muy evidente en la que Kong se zampa unos caimanes. También es interesante ver como aquí hay mucha más crueldad. King Kong se come a un tipo como si fuera un fartón y a otro lo parte por la mitad, todo ello de forma bastante gráfica. Esta secuela, que volvió a contar con Guillermin como director, sufre de un presupuesto muy inferior (apenas 10 millones). Lo que hace que ni tengamos escenas de multitudes corriendo y que (¡oh, mierda!) practicamente en su totalidad pase en los bosques. Nada de urbe y, por consiguiente, en el clímax final nos hemos de olvidar de ver a los protagonistas subir algún gran edificio. Todo acaba ocurriendo en un triste granero, donde, cual virgen María, da a luz a un monete muy chungo. Seguramente sería el último intento de mantener la esperanza de futuras secuelas, cosa que, évidenmment, nunca ocurriría. Y es que estamos ante uno de esos fracasos estrepitosos que ni recuperaron lo invertido.
Yo, que soy muy maniático por esto de los pósters, acompaño el título con la que se me quedó en la memoria, la de su edición en vídeo —un diseño muy 80tero, pero no quiero dejar pasar los carteles de su estreno en cines. Pura y llanamente casposos hasta decir basta. Casi de película de dibujos animados. En cambio, el japonés tiene ese no sé qué que mola mucho, sobre todo porque se parece a Son Goku transformado.
Miedo en la ciudad de los muertos vivientes (Paura nella città dei morti viventi, 1980) es la primera de la llamada trilogía de la muerte que el propio Lucio Fulci no la veía como tal, formada por El más allá (...E tu vivrai nel terrore! L'aldilà, 1981) y Aquella casa al lado del cementerio (Quella villa accanto al cimitero, 1981). Los más listillos ya sabrán que no es una trilogía de las que hay una línea argumental que se va desarrollando entre ellas, si no por el hecho que en ellas aparece el elemento de unas puertas que conectan este mundo con el de los muertos. Tanto en ésta como en El más allá es más que evidente porque así aparecen, mientras que en Aquella casa al lado del cementerio no se mencionaba para nada estas "aperturas", pero aun y así siempre ha formado parte de esta trilogía, más por el imaginario popular que porque así las considerase su director.
Recordemos que Fulci había dirigido de rebote Nueva York bajo el terror de los zombi (Zombi 2, 1978) —tenía que haberla dirigido Enzo G. Castellari— que se acabó convirtiendo en su éxito más sonado y, pese a que ya había ido dejando algún que otro momento de casquería en sus anteriores trabajos, ahí pudo Lucirse a tope. Con lo que, y siendo el director un tipo que nunca escondió su interés por hacer negocio puro y duro y preocuparse más por la pasta que por los logros artísticos, no se lo pensó dos veces a la hora de meterse de lleno en el terreno del splatter y el gore. Así que, después de un alto con Luca el contrabandista (Luca il contrabbandiere, 1980), un poliziottesco no exento de violencia y momentos salvajes, se metió de lleno en el terror.
En el pueblo de Dunwichun cura se suicida ahorcándose. Este hecho será presenciado por Mary desde Nueva York mientras está en trance en una sesión espiritista, para seguidamente caer muerta. Esto hará que el periodista Peter Bell se interese por el asunto, personándose hasta el cementerio donde la están enterrando y descubriendo que sigue viva dentro del ataúd. Una vez liberada descubren que la muerte del cura desembocarán en el regreso de los muertos a nuestro mundo la noche de Halloween.
Como es habitual en el director, este argumento acabará siendo un sinsentido con personajes que toman decisiones cuanto menos extrañas, y que, no nos engañemos, está explicada con los pies. Hecho que para los fans será motivo de la genialidad de su director, que juega con el surrealismo, mientras que los detractores lo achacarán a su incapacidad. Personalmente creo que hay un poco de todo, cosas que son intencionadas y otras que le salieron así por birlibirloque. El film tiene algunos momentos icónicos no sólo de la filmografía del director italiano, si no del género del terror. Escenas como la de MacColl dentro del ataúd gritando e intentando salir, claramente inspiradora de una escena similar en Kill Bill. Volumen 2 (Kill Bill: Vol., 2004) —no por casualidad en los agradecimientos estaba el nombre del director italiano—. Pero, sin duda, lo más recordada es la que atraviesan la cabeza de un tipo con una máquina de taladrar. Una escena que Fulci dilata hasta la extenuación y nos la muestra con toda la crudeza posible, ayudado por unos efectos realmente buenos. Cosa que nos lleva a las muchas escenas tremebundas con las que nos obsequia haciendo que la película fuera censurada en multitud de paises como Alemania o Reino Unido, pasando a engrosar la lista de video nasty. Pero eso es algo habitual dentro de la filmografía del director. Recordemos que por estos lares eran films que acababan con la clasificación "S".
En el cast tenemos a Katriona MacColl, que aquí haría su primera aparición en el universo Fulci, siendo protagonista después de El más allá y Aquella casa al lado del cementerio; Christopher George, que un par de años después lo veríamos en Mil gritos tiene la nochede Piquer Simón; Carlo De Mejo, Fabrizio Jovine y Daniela Doria, unos habituales en aquella época en las pelis de Fulci; además de un cameo del propio director y un pequeño papel para Michele Soavi, futuro director de Aquarius (Deliria, 1987) o Mi novia es un zombie (Dellamorte Dellamor, 1994) y que acabó horrorizado ante lo déspota que era Fulci en el set de rodaje y nunca volvieron a coincidir.
Miedo en la ciudad de los muertos vivientes se rodó en 4 semanas y 10 días después se estrenaba en los cines italianos. Sí, apenas tenían semana y media para hacer toda la edición. Pero es lo que había en la época con estas películas. El propio Fulci había llegado a firmar 3 o 4 films el mismo año. Con ese sistema poco margen de maniobra tenían, de ahí que, muchas veces, tenían que hacer auténticas piruetas en la sala de montaje. Ya es mítico ese plano final de Miedo en la ciudad de los muertos vivientes, que en un primer momento apunta a un happy end, pero que la magia del montaje y la mala leche del director para colocar un grito en el último segundo haga que nos quedemos con el culo torcido. Lo que inició ya su marca en esta trilogía con finales negativos para sus protagonistas.
Para terminar la curiosidad que existió una edición en VHS con el título de Entrada al infierno, con una carátula realmente chusquera, no sólo porque el dibujo del cura poco o nada tenga que ver con el que aparece en la película, si no por lo mal dibujado que está. Casi a la altura de la edición Argentina, que ahí se llamó La puerta del infierno.
Los 70 fueron pasto para un terror que dejaba de lado los monstruos clásicos (con excepción de los zombis) y se tiraron por el tema satanista, que estaba muy de moda, sobre todo por el asunto de sectas estilo Charles Manson. Aquello duró lo que duró, o hasta que a Carpenter le dio por estrenar La noche de Halloween (Halloween, 1977) creando el slasher y su consiguiente moda. Por eso Witchboard (Witchboard, 1986) se salió un poco de la moda imperante en los 80. Además que, seguramente, una película con espíritus siempre es baratito de producir.
Aquí la cosa va de una feliz pareja que organiza una fiesta para inaugurar su nuevo hogar. El ex novio de ella lleva al guateque una tabla ouija y comienzan a invocar a los espíritus y a la chica le empieza a gustar eso de chatear con el más allá y acaba enganchada al tema, pensándose que entabla conversaciones con el espíritu de un niño pero realmente lo está haciendo con una entidad mucho más oscura.
Witchboard nace, en cierta manera, de una experiencia de su director, un debutante Kevin S. Tenney, que vivía en una antigua casa victoriana que había sido dividida en apartamentos. Un día, un amigo llevó una tabla ouija y la sesión acabó con una rueda reventada del coche, tal y como pasa en la película.
La peli empieza muy bien, planos muy inquietantes de la casa acompañados por una musiquilla no menos escalofriante (muy en la línea Goblin) y hasta mantiene cierto equilibrio entre el terror y el humor (una mezcla muy 80tera) con, sobre todo, esa médium estilo Cyndi Lauper, pero que, conforme avanza el metraje, cae en la ridiculez. Como ese personaje del ex novio que se va sacando explicaciones del mundo espiritual y puertas del infierno según le da el punto. O la presencia de la policía, que se limita a UN policía, denotando el poco dinero que había en la producción. Aunque, sin duda, lo peor, lo más sonrojante, es su clímax final, con nuestra poseída de rigor que se ha vestido como un blues brother. Sencillamente de vergüenza ajena.
Aun y así, su primera mitad es, salvando alguna cosilla, una historia de terror muy conseguida y con mucha atmósfera. Todo lo que rodea a la figura del espíritu maligno, Malfeitor (nombre la mar de chanante para una entidad diabólica), es muy misterioso y terrorífico y el momento que aparece reflejado en un espejo me hizo cagarme de miedo hace casi 30 años. Peeero, como comentaba, la cosa decae hasta límites bastante terribles.
En el reparto tenemos a una Tawny Kitaen que, pese a que ya se había asomado por Despedida de soltero (Bachelor party, 1984) y Gwendoline (Gwendoline, 1984) todavía no había eclosionado. Eso sería a la vez que la aparición de Witchboard, pues también aparecieron los clips de Whitesnake donde aparecía. Luego estuvo una temporada en el culebrón Santa Bárbara (Santa Barbara, 1984-93) y cayó en el pozo de pequeñas apariciones en series, doblaje de animación, las drogas y la cirugía plástica. Muy guay todo.
Witchboard acabó siendo uno de esos casos 80teros, una película modesta (apenas 2 millones), que en cines hizo lo justo para triplicar su presupuesto (lo que no es mucho), pero que en su paso al videoclub se convirtió en un éxito. Aquí distribuida por una clásica de la época como CB Films con una no menos clásica carátula (el cartel de cine era bastante más ramplón).
Witchboard 2. La puerto del infierno (Witchboard 2: The Devil's Doorway, 1993).Tenney seguía metido en el género del terror, pese a que siempre ha dicho que a él ni fu ni fa, y volvió a repetir con La noche de los demonios (Night of the demons, 1988) aquello de pasar de puntillas por los cines pero haciéndose de oro en los alquileres. Pero Witchtrap. El espíritu de la mansión de los Lauter (Witchtrap, 1989), su siguiente película aquí distribuida por la temible Recordvisión, ya no funcionó tan bien, al igual que El sotano prohibido (The cellar, 1989). El pacificador (Peacemaker, 1990), su primera película no enmarcada en el terror, tampoco tuvo demasiada suerte ni repercusión, lo que hacía inevitable regresar a terreno conocido y facturar una secuela de Witchboard. El tema es que la secuela ya llevaba años rondando por su cabeza, pero la productora del primer film entró en problemas económicos y hasta que los capitostes no formaron otra productora el proyecto quedó congelado. Después, el primer guión que fue rechazado y acabaron con uno demasiado parecido al del primer film. Aquí una chica alquila un apartamento donde se encuentra una tabla ouija y empieza a entablar conversaciones con un espíritu que dice ser de la anterior chica que habitaba ese apartamento y fue asesinada. Sigue la música estilo Goblin que, por momentos, parece saqueada de Suspiria (Suspiria, 1977), al igual que permanece mucho movimiento de cámara sinuoso y en primera persona -hay una escena muy buena que la cámara entra en una casa por una ventana que puede recordar a la famosa escena de Tenebre (Tenebre, 1982). Pero por lo general poca cosa se puede salvar, con mucho momento hilarante (la primera muerte, con objetos punzantes volando por la habitación y la sierra siguiendo a un orondo bigotudo es ridícula). También tenemos momentos para el cachondeo premeditado. Si en la primera estaba el personaje de la médium aquí hay un ocultista judío que dice que los espíritus se aburren mucho y por eso quieren hablar con nosotros los vivos. Y que en el mas allá el sexo vende. Pues eso. En el cast tenemos como protagonista a Ami Dolenz, una scream queen de bajos vuelos que vimos en Pacto de sangre 2. La maldición de la bruja (Pumpkinhead II: Blood Wings, 1993). En USA apenas tuvo distribución en cines y aquí nunca conoció distribución ni siquiera en mercado doméstico.
Witchboard 3. La posesión (Witchboard 3. The possession, 1995). Un bróker engominado que no gana un céntimo en la bolsa se entera que su arrendador saca dinero a espuertas en la bolsa gracias a que un espíritu le indica donde invertir a través de la ouija. El arrendatario, que tiene un cáncer terminal, se suicida y el bróker se queda la ouija y el contacto del espíritu. Al final el tipo es poseído por un espíritu y su alma atrapada en un espejo... simplemente terrible. Aquí apareció directamente en Dvd en esa especie de segunda juventud que tuvieron los videoclubs hace una década con el boom del formato, cuando todo el mundo los coleccionaba. Un Dvd que rápidamente acabó en las cesta de saldo y que acabaría regalando la revista Tiempo. Efectos digitales más cutres que un episodio malo de los Power Rangers. Una trama que hace aguas por todos lados. ¿Al tipo casi lo dan por muerto y en lugar de llevarlo a un hospital lo dejan en su casa y un buen día recobra la conciencia? ¡No me jodas! Luego viene lo mejor, el tipo, una vez poseído empieza a cortejar a su mujer, le regala flores y ¡un coche!, además de darle mandanga todas las noche, y la tipa está con la mosca detrás de la oreja y decide investigar qué le pasa a su marido. Por momentos parece una mala copia de La semilla del diablo (Rosemary's baby, 1968). Aquí Kevin Tenney quedó relegado al guión y la dirección pasó a manos de un tal Peter Svatek, un tipo que ha hecho mucha mierda en Canadá y que, quizá, solamente sea relevante Hemoglobina(Bleeders, 1997) con Rutger Hauer. La segunda parte era mala, de esas que te ofende y te jode haber invertido 90 minutos de tu existencia, pero esta tercera entrega es tan inmensamente mala que no puedes evitar reírte ante tanto despropósito. Aunque las carcajadas se las llevan los efectos digitales. Recordemos que estábamos en 1995 y para hacer algo con cara y ojos había que meter mucha pasta, cosa que Witchboard 3 no tiene ni por asomo (básicamente tenían 2 miserables millones).
Y la cosa se quedó ahí hasta que algún iluminado decida hacer le consiguiente remake.
En algún momento de finales de los 80 alguien debió pensar que Emilio Estevez tenía potencial para ser lanzado al estrellato del firmamento hollywoodiense. Quizá fuese el éxito del díptico Arma joven (Young guns, 1988) o yo qué sé. La cuestión es que si en algún momento pudo dar el salto a esa primera división con Freejack. Sin identidad (Freejack, 1992) todo se fue al traste.
Estevez ejerce aquí de un piloto de ¿Fórmula 1? que duerme con Rene Russo y se dicen tonterías de pitiminí. El tipo, que se las veía muy felices, se revienta la crisma contra un muro durante una carrera, pero no encuentran ni un pedacito de él entre los restos del monoplaza. Como si se hubiese volatilizado. Paralelamente, Estevez despierta en una especie de laboratorio del que consigue escapar, para descubrir que el mundo ya no es como él recordaba.
Quizá lo mejor sería no destripar más el argumento y dejar la sinopsis ahí, pero entonces yo no tendría demasiado de qué escribir y la película podría parecer más interesante de lo que realmente es. Así que vamos con los spoilers. Lo que realmente le ha pasado a nuestro amigo Estevez es que ha sido transportado a un futuro 2009. Según nos explican, ahí las cosas están muy jodidas (en esto acertaron), los ricos son muy ricos y el resto más pobres que Carpanta. La contaminación ha degenerado al planeta y bañarse en cualquier riachuelo es sinónimo de muerte. Además, existe una tecnología que permite pasar la conciencia de un individuo a otro y que es utilizada por los ricos para, una vez que su cuerpo ha envejecido, pasarse a uno más joven y sano para ir viviendo eternamente. Pero claro, como ahí casi todo el mundo está muy jodido por el tema de la polución, no encuentran "donantes" de calidad, así que se les ocurre un buen sistema: como, casualmente, también tienen una máquina del tiempo, viajan hasta una fracción de segundo antes que alguien tenga un accidente y roban el cuerpo. Y, efectivamente, eso es lo que habían hecho con el pobre Emilio. El problema es que su "secuestro" sale mal porque hay una conspiración contra un millonetis y bla, bla, bla...
La película está basada en Immortality Inc. (1959) —del que no tengo constancia que se editara en castellano— el primer libro de Robert Sheckley, del que ya dimos cuenta en la reseña de El precio del peligro (Le prix du danger, 1983) y como curiosidad tiene otra novela, Trueque mental (Mindswap, 1965), con ciertos paralelismos en la que en el futuro la forma más rápida de viajar a otros mundos es intercambiando la conciencia con individuos de otros planetas, y que fue fusilada sin miramientos en Xchange (Xchange, 2001).
Volviendo a Freejack. Tenemos un futuro 2009 tirando a cutrillo. Las zonas pobres no tienen ningún problema en recrearlas, básicamente es poner mucha suciedad y personas harapientas. El problema, como suele pasar en este tipo de películas, es todo lo que tenga que ver con el futuro y sus nuevas tecnologías. Los coches parecen consoladores de diseño y otros deben ser reciclados de Mad Max, y todo el rollo de las puertas que se abren de forma automática ya olía a naftalina en la época. Y pese a que visualmente la cosa no da el tipo, se gastaron un pastón (cerca de 30 millones de dólares) que, al parecer, se infló porque las proyecciones de prueba fueron tan desastrosas que tuvieron que volver a rodar muchas escenas.
Y es que es una pena que un punto de partida tan interesante acabase cayendo en el clásico producto hollywodiense donde el prota es constantemente perseguido y no sabe de quien fiarse mientras se pasea por unos cromas infectos.
¿El director? Geoff Murphy que ni lo conocerás, pero que es un neozelandés que dirigió la cult movie El único superviviente (The quieth earth, 1985); Intrépidos forajidos (Young guns II, 1990), que es como se título la secuela de Arma joven por estos lares; y su casi asentamiento en la industria hollywoodense Alerta máxima 2 (Under siege 2: dark territory, 1995), que como no recaudó lo esperado se volvió a productos de serie B como Fortaleza infernal 2 (Fortress, 2000) o telefilms en su Nueva Zelanda natal. Cosa que le valió para dirigir la segunda unidad de la trilogía de El señor de los anillos (Lord of the rings, 2001).
En el cast es donde tenemos la parte divertida. Además de Emilio Estevez, tenemos a Rene Russo, que luce exactamente igual en la escenas de 1991 y las de 2009, ni un triste maquillaje para envejecerla; Amanda Plummer haciendo de monja pistolera; David Johansen, cantante de los New York Dolls y que te sonará más por ser el fantasma taxista de Los fantasmas atacan al jefe (Scrooged, 1988); Jerry Hall, la novia desfigurada del Joker en Batman (Batman, 1989) y que era la pareja en la vida real de Mick Jagger, que aquí ejerce de policía perseguidor de Emilio Estevez. Y también tenemos a Anthony Hopkins, que por mucho que salga en el cartel no lo vemos ni 15 minutos en pantalla.
Para una mayoría (en la que no me incluyo) El más allá (...E tu vivrai nel terrore! L'aldilà, 1981) es considera la obra maestra de Lucio Fulci. Un film que es un sinsentido, con más ganas de meter estampas sangrientas e impactantes que de explicar una historia.
Poco importa que el director italiano empezara dirigiendo comedias (muchas a mayor gloria del duplo Franco Franchi y Ciccio Ingrassia), musicales (con Adriano Celentano), dramas de época, euro western o giallo, Fulci siempre será recordado por el terror más gráfico, con sangre, higadillos y ojos reventados que dio el pistoletazo de salida en su filmografía con Nueva York bajo el terror de los zombi (Zombie 2, 1979), un exploit puro y duro del Zombi (Dawn of the dead, 1978) de Romero y producido por Argento, lo que hizo que los italianos se enemistaran durante años, hasta que, a principios de los 90, limaron asperezas e iban a colaborar en una nueva versión de El museo de cera (Maschera di cera, 1997), con Fulci escribiendo y dirigiendo y Argento produciendo. Pero Fulci murió antes de empezar a filmar y la dirección recayó en Sergio Stivaletti.
Volviendo a El más allá. Catriona MacColl hereda un viejo hotel en Orleans, el cual se dedica a restaurar pese a las advertencias de una chica ciega del pueblo que se marche de allí. Lo que ella no sabe es que el hotel está construido sobre una de las 7 puertas al infierno, lo que provocará que la gente del hotel vaya muriendo y nuestra protagonista empiece a tener la visita de muertos vivientes.
Hablar (o escribir) del argumento del film es tremendamente complicado, el propio Fulci comentaba que la película no tiene argumento, que no hay que buscarle lógica. Es por eso que para algunos (por ejemplo, los que lo flipen con Lynch) podrán sacarle partido a un extraño argumento que, seguramente, ayudado por un director no demasiado interesado en hacerse entender, da para mil y una teorías. Un pintor que descubre la puerta y pinta cuadros del infierno, un libro que deja ciegos a los que lo leen, muertos que aparecen a la que menos te lo esperas... Sin duda un espectáculo difícil de digerir a los que no les guste dar demasiadas vueltas a las historias y mucho menos a los de estómago sensible. Sin duda, el festival gore y salvaje hará las delicias de los fans del gore y las burradas sangientas. El propio Fulci reconocía que alguna escena se añadía a última hora según lo que se encontraran en el set. Como ese prólogo asepiado donde unos hombres antorcha en ristre recorren un lago para romperle los dientes al pintor, que se ingenió cuando el director y Salvati, el guionista, se toparon el lago delante de la casa donde rodaban. O ese final que tenía que ocurrir en un parque de atracciones que por cuestiones presupuestarias mutó a uno que ha quedado en la imaginería del fantástico itlaiano.
Además de Catriona MacColl (aunque la primera opción como protagonista fue Tisa Farrow, hermana de Mia Farrow que ya había trabajado con el director en Nueva York bajo el terror de los zombies -Zombie 2, 1979-, Fulci tuvo que descartarla porque había abandonado el mundo de la actuación reciclándose a taxista -!!!-), tenemos por ahí al neozelandés David Warbeck, bastante afincado al cine italiano; Cinzia Monreale, que luego vimos en otro Fulci como Roma, año 2072 D.C.: los gladiadores (I guerrieri dell'anno 2072, 1984); Al Cliver, otro afincado al fantástico italiano; y una pequeña aparición del propio Fulci haciendo de librero sindicalista.
En los efectos Germano Natali, un clásico que ha hecho salvajadas sangrientas surgidas de las mentes enfermas de Argento, Fulci, Deodato, Lamberto Bava, Castellari o Cozzi.
En una Francia asolada por la crisis, con 5 millones de parados, lo único que mantiene a la masa aborregada es un concurso televisivo en el que un hombre será perseguido por 5 asesinos por toda la ciudad. Si consigue permanecer con vida tendrá derecho al premio: 1 millón de dólares.
Más de uno habrá pensado ipsofacto en Perseguido (The running man, 1987). Y es que la novela en la que se basa la película protagonizada por nuestro austriaco favorito siempre fue acusada de saquear The Prize of Perill de Robert Sheckley, que es el punto de partida de este El precio del peligro (Le prix du danger, 1983). No olvidemos que esa novela era El fugitivo (The running man, 1982) y el autor un tal Richard Buchman, seudónimo de Stephen King. Aunque, como ya comenté, Perseguido era una versión muy libre y de donde realmente se inspiraba (entiéndase "plagiaba") era de Roma, año 2072 D.C.: los gladiadores (I guerrieri dell'anno 2072, 1984) de Fulci.
Le prize of perill, versión libro, viene firmado por Robert Sheckley, un viejo conocido de este blog. Afincado en la ciencia ficción sus obras dieron pie a adaptaciones cinematográfica como Freejack: sin identidad (Freejack, 1992) —aquella de Emilio Estevez y Mick Jagger—; o la mismísima Condorman (Condorman, 1981), de la que el propio autor, a modo de cierre del círculo, se responsabilizaría de la adaptación literaria. Es decir, escribió el libro original y luego hizo lo mismo con la novelización de la película. Cosa no rara en él, pues hizo lo mismo en La víctima número 10 (La decima vittima, 1965) —un rollazo con alguna idea curiosa protagonizada por Ursula Andress y Marcello Mastroianni—, que estaba basada en su relato Seventh victim (1953).
A diferencia de Perseguido, El precio del peligro es una película mucho menos enfocada a la acción y más a la crítica social, dando énfasis a la deshumanización de la sociedad. Mítica es esa escena que abre el film donde vemos la persecución y posterior ejecución a un concursante, y a su mujer, que está en plató, le dan un premio de consolación mientras llora y rie a la vez. Aquí también tenemos a un maqueavélico presentador, interpretado por Michell Piccoli, que lo único que quiere es sumar cuanta más audiencia mejor, sin importarle la muerte de los concursantes.
Como comentaba, aquí la acción es poca y nada espectacular, limitándose a ver al concursante huir por la ciudad. Y aunque visualmente está muy limitada, tiene cierto tufillo futurista, pues, pese a que no se dice en que año sucede la acción, algunas localizaciones tienen un diseño muy moderno. Algo así como ya hiciera la propia Perseguido o Robocop (Robocop, 1987).
Al final lo que tenemos es una crítica social, algo encorsetada por (presupongo) un presupuesto limitado. El que quiera ver eso, aquí lo tiene, y el que quiera ver acción tiene la versión de Arnie. Todos contentos.
Como curiosidad, una década antes hubo otra adaptación, en este caso un telefilm alemán titulado Das Millionenspiel (1970).