Pertenezco a esa generación de familias que se pegaban un maratón de horas en coche para irse de vacaciones. Coches a reventar, donde los asientos delanteros eran los únicos que tenían cinturón de seguridad y gracias, y que eso de la sillita para los niños era una cosa de la que no habíamos oído hablar. Y sí, lo de las cintas de cassettes de chistes que se vendían en gasolineras y bares de carretera no es un chascarrillo recurrente. Aquello era tal cual.
Y en nuestros viajes, si había un habitual en el radio cassette en eso de contar chistes era Eugenio. Al barbudo le teníamos especial cariño. No sé cuantas cintas tendríamos, pero unas cuantas cayeron, además de 2 o 3 discos de vinilo que todavía deben estar en el trastero (como aquel que en la contraportada habían unas viñetas dibujadas por Eugenio con la historia de aquella familia de burros que eran cambiados por un tractor). No hace falta decir que me las sabía de memoria pero eso no era impedimento para escucharlas una y otra vez.
Desde muy temprana edad sabía de su película, Un genio en apuros, pero en aquellas solo tenías la opción de ver las películas porque estaba en tu videoclub o porque la programaban en la tele. Y esto es lo que ocurrió en algún momento (en los 90s la película fue carne de las madrugadas de los canales privados). La empecé a ver pero aquello no me convencía porque poco tenía del Eugenio cuenta chistes. Una historia de aquellas de dramón amable de viudo que se dedica a inventar cosas estrambóticas mientras cuidaba de su hija ya lo había visto en Chitty Chitty Bang Bang con bastante más presupuesto y gracia.
Rápidamente la borré de mi mente hasta que la otra noche cacé en alguno de los varios canales de Tv3 el documental Eugenio de 2018. Y casi que mejor no haberlo visto porque el cómico se me cayó por los suelos. Llámame ingenuo (¿no era Eugenio?) pero en mi mente había quedado como que el artista, al llegar los 90, había ido espaciando sus shows por su mala salud, hasta que murió en 2001. Incluso era de los pocos que seguían La chistera, programa que le montó Telecinco a principios de los 90 y que rápidamente fue relegado a la tarde de los domingos, cuando todo el mundo se queda dormido delante de la caja tonta, para terminar a altas horas de la madrugada entre tarotistas y teletiendas. Y eso que tenía una idea muy meta en la que Eugenio hacia doble papel: el del cuenta chistes que va de negro y el de un tipo que va vestido de forma normal que era el dueño del bar donde ocurría el programa.
En algún momento pasan muy de puntillas por su incursión en el cine con Un genio en apuros y pensé que sería un buen momento para recuperarla. Y no por la película en sí misma, si no por hacer un ejercicio que siempre me apetece: ver películas que transcurren en la Barcelona pre-olímpica por aquello de recordar lugares que ya no existen.
Tenemos a Eugenio (aquí llamado Durán) al que su mujer abandonó por un negro como el del WhatsApp y le dejó al cuidado de la hija. El tipo vive en la buhardilla de Agustín González, su hermano, que aquí hace de Agustín González, lo que viene a ser un fachilla que grita mucho mientras dobla la cabeza como si tocara el violín. Y, además, es banquero. A todo esto Agustín quiere colocar a su hermano en el banco, pero éste es un bohemio que le gusta hacer inventos de chichinabo y escribir guiones de cine a los que envía a una productora (Flora Films) que poco menos que se limpian el culo con ellos. En estas que Eugenio se verá en medio del tiroteo de una banda y lo confundirán con alguien que tiene una información muy valiosa.
Lo que en un principio parece que vaya a tirar por un lado entre cómico y lacrimógeno con el protagonista inventando cosas y demostrando que su actitud infantil es la que a uno le da la alegría de vivir, en contraposición de los grises y aburridos adultos que sólo piensan en trabajar y ganar dinero, acaba derivando al vodevil de gente entrando y saliendo de los camarotes de un barco que navega rumbo a Mallorca. Todo lo del inventor se queda para los primeros 5 minutos con Eugenio haciendo footing mañanero y duchándose con un efecto de retroproyección, adelantándose a nuestras actuales vidas virtuales. En su día el cómico decía que había aceptado la película porque no iba a ser una mera excusa para verlo contar chistes, y ahí reside un gag recurrente en que cada vez que dice aquello de "saben aquell que diu..." alguien le interrumpe.
Y lo cierto es que Eugenio sale bastante airoso de su única incursión interpretativa en el cine. Eso sí, su director, Lluís Josep Comerón, llena los minutos con mucho plano y contra plano cortísimos, donde la cámara no se mueve ni de casualidad. Y aunque se le nota la modestia en cuanto a medios, no llega al zaparrastrosismo de engendros como el Zipi y Zape de Guevara. Por contra, el que tenga las mismas ganas que yo de ver a la Barcelona ochentera se va a dar con un canto en los dientes, pues la ciudad aparece muy poquito y la mayoría del metraje acaba siendo en un barco.
Un genio en apuros es un producto para lucimiento del humorista de moda totalmente atípico. La gracia de Eugenio eran sus chistes y la forma de contarlos, y aquí carecemos de ellos y deja atrás su pose de señor serio. Es como si en Condemor Chiquito no dijese ni una sola vez lo de "pecador de la pradera" o el "no puedorr" (bueno, realmente algo así hicieron en Papá Piquillo y el público le dio la espalda).
El cartel también es muy engañoso. Si bien la película empieza dándonos lo que ya nos prometía el póster (el tipo chiflado e inventor que va en una Vespa tuneada como Triki, el monstruo de las galletas, junto a su hija) rápidamente se olvida de la niña, los inventos y la falta de adaptación del protagonista al mundo adulto, para meterlo en una suerte de equívocos entre la policía y unos gángsteres que parecen sacados de un tebeo malo. Lo que nos lleva a una eterna sensación de déjà vu, de situaciones que hemos visto en un montón de películas. Y seguramente ese sería uno de los factores por los que en su estreno, Navidad de 1983, pasó bastante desapercibida en las salas.
Al menos nos podemos recrear buscando al montón de nombres conocidos que pueblan la película de los que aprovecharon que estaban por la ciudad para darles pequeños papeles (cameos, en muchos casos): Antonio Ozores, Agustín González, Joan Pera, Jose Luis López Vázquez (que estaba en Barcelona representando la obra Vade retro), Mari Carmen Prendes, Juanjo Puigcorbé, Carles Velat, Victor Israel, Ricard Borràs, el periodista del corazón Josep Sandoval, Joan Borràs, Joan Monleón, Pere Tàpies, el doblador Josep Maria Angelat (voz habitual de Louis de Funès)... y más que me debo dejar.
En la dirección el mentado Lluís Josep Comerón, que venía de hacer Dos y dos, cinco (con Lolo García), La rebelión de los pájaros (la película para lucimiento de Regaliz) y había sido guionista en Las Vegas 500 millones.
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