Vamos a ir afilando las hachas, porque si hubo una película a la que se ponía a parir en los 90 era a ésta. Básicamente porque a Coppola se le tenían ganas, igual que hoy están esperando los resbalazos de Iñárritu o Nolan. La clásica figura del tipo que parece que tenga que hacerlo todo bien y que acaba cayendo mal. En el caso del director de El padrino, hay que añadirle la petulancia con la que nos trajo esta nueva versión del vampiro más famoso, más malo y tenebroso, que viene de Ultramar. Todo lo pomposo de su puesta en escena con la recreación de la época, era proporcional a las ganas de hacerse el rompedor con la armadura de Vlad Tepes. Y ya, para acabarlo de petar, la coletilla "de Bram Stoker" era como "aquí tenéis la versión definitiva de Drácula. Ni ha habido ni habrá adaptación mejor". Aunque habría que recordar que, originalmente, el telefilm de Dan Curtis con Jack Palance ya llevaba esa coletilla pero en sus posteriores ediciones se la quitaron.
La verdad es que el tito Coppola entró fuerte.
Y es que, además, teníamos una congregación del starsystem del momento: Gary oldman, Wynona Ryder, un pasadísimo Anthony Hopkins, Richard E. Grant, Billy Campbell (prota de Roketeer), Cary Elwes (el doctor Gordon de Saw), una jovencita Monica Bellucci enseñando sus belluccias y Keanu Reeves. Siendo éste último el blanco de las críticas por su eterna pose de pasmao. Hasta el propio Coppola acabó reconociendo que fue una cagada supina su elección, más por imposición del estudio de meter algún teenage idol.
Y si es cierto que fue una adaptación bastante fiel, respetando mucho (sobre todo siendo una película) la narración epistolar se añadieron algunas variaciones. Quizá la más llamativa es el prólogo donde vemos el origen de Drácula (con cierto tono romeojuliesco) y como, años después cree reencontrarse con su amada. Este detalle ya se dejó caer en el telefilm de Dan Curtis, con lo que el aspecto romántico del personaje no era demasiado novedoso.
En la actualidad la película ha quedado un poco como hija de su tiempo. Su toque pretencioso y naif se aguantan gracias a mogollón de efectos especiales de la vieja escuela que sólo chirrían con un abominable efecto de morphing al final y unos maquillajes de primer nivel. Además de tener su ritmo y no caer en el aburrimiento pese a que nos sepamos la historia de memoria.
El éxito económico de Drácula de Bram Stoker (más de 200 millones recaudados) inició un intento por hacer versiones modernas (léase románticas) de monstruos clásicos a manos de Tri-Star, a la que siguió el Frankenstein de Mary Shelley de Kenneth Branagh con Robert de Niro haciendo de la criatura y Coppola produciendo. Aunque por en medio también tuvimos Mary Reilly que abordaba el mito de Jekyll y Hyde, que ha quedado totalmente diluida por le tiempo. Frankenstein de Mary Shelley es una auténtica abominación que también recibió palos hasta en el carnet de identidad con Branagh luciendo sus horas de gimnasio y dejándose en casa cualquier atisbo de vergüenza. Si bien la recaudación mundial triplicó su presupuesto, en los USA fue un fracasazo que apenas recaudó la mitad de los 45 millones que había costado. Y es que en aquellas a Hollywood no le importaba tanto como hoy en día la taquilla del resto del mundo, dando portazo a nuevas películas. Décadas después Universal intentó sacarse de la chistera ese Dark Universe que tiene toda la pinta de haberse ido por el desagüe tras el fracaso de La momia de Tom Cruise. Aunque siempre podremos revisar el Drácula de Salieri con Selen, que da más gustirrinín.
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