De sobras conocemos ese boom que asoló la piel del toro con grupos infantiles que vendían cassettes en bares y gasolineras a ritmo sabrosón, y que una cosa lleva a la otra y Boomer no es el único chicle que se estira de forma kilométrica. Todos (o muchos de) esos chavales que cantaban como Farinelli tuvieron sus escarceos con el séptimo arte, y de forma muy exitosa.
El dúo Enrique y Ana (uno de esos dúos que hoy serían demasiado mal vistos por aquello de la diferencia de edad) no iba a ser una excepción. Y les debería ir muy bien las cosas a nivel de ventas, porque les hicieron un producto para su lucimiento que contaba con bastantes más medios que las otras películas de la competencia.
Como la mayoría de estos casos, tenemos unos 15-20 minutos a modo de prólogo para explicarnos lo traviesos que son el colegio y que malos son los adultos, que son tipos encorbatados y grises que tratan a los críos como imbéciles, antes de entrar en materia. Claro, meter a Enriquito como alumno ya era demasiado, así que, en una muestra de genialidad del guionista, lo hacen pasar por profesor de gimnasia. Luego lo que todos conocemos. Agustín González totalmente desatada haciendo de mad doctor que ansía una joya que tiene el poder de la invisibilidad y la destrucción, y que se dedica a buscarle las cosquillas a Luis Escobar, el científico bueno que, además, es el abuelo de los protagonistas. Por en medio José Lifante babeando por Amparo Soler Leal, los Coconut, los Punkitos, Pepa Pipa y Joaquín Luqui entre pósters del Puma.
Como decía, el film cuenta con medios más que generosos para el tipo de producto que es. El Barón Von Nekruch luce bastantes cachivaches molones. Su estética (y la de todo su séquito) canta mucho que ha recibido la influencia de la versión en carne y hueso de Flash Gordon (Flash Gordon, 1980) estrenada un año antes. Aunque el propio barón se parece mucho al muy posterior Megamind. Incluso tiene un cohete que parece sacado de las páginas de Tintín. Por su parte, Stanley bebe del abuelo Potts de Chitty Chitty Bang Bang. Y hace mucha gracia el momento que llega con una película de sus hazañas en algún país remoto y uno espera que empiece la proyección de Holocausto caníbal (Cannibal Holocaust, 1980).
Seguramente ese disco chino causaría furor entre la canallada, pero luego eso no daría vueltas ni daría nada. Pero bueno, quien soy yo para criticar nada, que me compré el diabolo porque Rita Irasema y Miliki lo promocionaban en el Superguay y la semana quedó arrinconado criando polvo.
El film acabó siendo un exitazo que en Spain llevó un millón de espectadores a poner sus nalgas en las butacas de los cines, y las críticas fueron bastante benévolas. Además, Ana Anguita se llevó el premio a la actriz más prometedora en el festival de Montreal. Casi 40 años después, la cosa ha quedado como otra de las muchas bizarradas que campan por la cinematografía hispánica, que, en un ataque de nostalgia, hará que a los que peinamos canas nos entretenga cosa mala. Eso sí, pónsela a las nuevas generaciones y te arrancarán la piel a tiras como poco.
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