Los chicos con las chicas (1967). Los Bravos, el clásico grupo nacido a rebufo de los Beatles pero engendrados en plena meseta a mediados de los 60. Como buenos sucedáneos de los de Liverpol carraspean canciones para la chiquillada y sus guateques, ya sea en spanish o en inglés, que para el caso es casi mejor por aquello de la exportación del producto patrio. En un par de años se encaraman a lo más alto y su explotación comercial ha de seguir con la consecuente película. Dirigida por, el aún verde, Javier Aguirre y guardándoles las espaldas un elenco de primera línea: el gran Manolo Gómez Bur, Lola Gaos, María Luisa Ponte, Laly Soldevilla, Tip y Coll, Rafaela Aparicio y Blaki.
La historia es lo de menos: Los Bravos (haciendo de ellos mismos, of course) son enviados por su mánager a un balneario para que se relajen, pero éstos, que son unos pillastres, evitan su tren y se van a la aventura. Mientras pasan el tiempo canturreando por el bosque (5 chicos, campo, tienda de campaña... no me digas más) se encuentran a unas estudiantes de un internado femenino. El cabecilla y cantante del grupo, Mike, se enamora perdidamente de una de ellas y se las ingeniará para colarse en el colegio donde no quieren a los hombres ni en pintura.
La película, como buena explotación del momento, es de una pobreza argumental sonrojante, todo es una mera escusa para meter las actuaciones del grupo cada dos por tres y sin venir a cuento. Aunque más sangrante es que están rodadas con una simplicidad acartonada, para a lo sumo salvar a Los Bravos rompiendo una vidriera al más puro estilo SWAT.
Y es una lástima, porque el principio, con unos títulos de crédito a golpe videoclipero, nos promete juego de montaje y zooms a mansalva, pero nada de nada, todo el delirio visual se quedó en esos dos minutos iniciales.
Pese a todo triunfó llevando a más de dos millones y medio de espanyolitos a comer unas garrapiñadas mientras metían mano a las mozas del pueblo en los cines de barrio. Para hacer una comparación: Sor Citroën es del mismo año y se quedó rozando los 2 millones.
Si tienes 15 años, crees que estamos en los 60 y mojas las bragas con Tom Jones no lo dudes, es tu película.
Dame un poco de amooor...! (1968). Sólo un año después Los Bravos vuelven a la carga, y hay que ver lo que da de si un año porque vista esta peli nos damos cuenta como han aprendido estos malandrines. Esta vez bajo las ordenes de un perro viejo como José María Forqué que no se amedrenta y usa todo el arsenal de zooms, planos imposibles y urbanos que ya quisiera Argento, travellings y más travellings, montajes acelerados, insinuantes movimientos de cámara, sobre impresiones de bocadillos de cómic... y yo que sé que más.
Y es que esta película es un auténtico cómic hecho carne y hueso. Su protagonista, el cantante Mike, un tipo que todo el día está leyendo tebeos, se ve envuelto en el maquiavélico plan de un malvado al estilo Fú Manchú y su clan de chinos que no pronuncian la erre y gángsters sacados de los años 30.
Si en la anterior película el protagonista absoluto era el cantante del grupo y el resto se tenía que quedar con las migajas aquí la cosa es más exagerada porque ni eso. Por suerte el amigo Mike Kennedy aprendió de su mala interpretación y aquí no para de gesticular como un Jim Carrey enfarlopado hasta las cejas (aunque físicamente se acerca más a Michael Crawford). El resto del reparto mantiene el tipo aunque no llega al Dream Team de la anterior peli (aunque algunos repitieron): Tomás Zori, Tip y Coll, Rafaela Aparicio, Blaki y Laly Soldevilla.
Nos encontramos un producto especialmente pensado para ser moderno (en la época). Toda la estética kitsch que notamos a faltar en la peli de Aguirre aquí la tenemos multiplicada al cubo, incluso las actuaciones musicales, muchas de ellas con estética de los títulos de crédito de cualquier Bond que ya apuntaban en el anterior film, con las que nos castigan constantemente están rodadas con más ganas e interés. Especial atención al clip que acontece con una animación muy rudimentaria pero que es un gran homenaje a los tebeos más baratos y que no deja de ser una versión de Popeye en el Oeste con final infeliz. O el que está hecho con el rotoscopio que le regalaron a Bakshi a los cinco años. Aunque para ser justo hay que decir que no es rotoscopio, si no M-Tecnofantasy (aunque sí tiene parentesco con la técnica creada por Max Fleischer), la escena la rodó el mismo creador de esta técnica, Francisco Macián, director de El mago de los sueños.
¿A quién no le gusta ver a Los Bravos sacar rayos láser por los ojos que ocasionan orgasmos a las secretarias?
Una vez año ser hippy no hace daño (1969). La joya de la corona. Todo un tour de force por cuatro de los emblemas más representativos del cine dominguero: Tony Leblanc, Concha Velasco (cuando aún era Conchita), Manolo Gómez Bur y Alfredo Landa. Y en la retaguardia José Sazatornil, Rafael Alonso, Laly Soldevila (again), Blaki y ¡Joaquín Prat!
La que en un primero momento se tenía que haber titulado Los hippyloyas fue una producción de ínfimo presupuesto (made in Dibildos) rodada en el mítico Torremolinos donde Leblanc se pone a chulear a un trío de bodas, bautizos y comuniones a bordo de su Cadillac 62 intentando montar un grupo pop y pillar las migajas de los de Liverpol en esta especie de versión castiza de la serie de tv The Monkees.
Un auténtico un caos de producción donde los actores casi se quedan ciegos por culpa de la mala calidad de los focos y la guerra interna Landa vs Gómez Bur hizo que acabaran enemistados hasta el fin de los días en su duelo personal mientras graban el audio de las canciones en post producción.
Aún y todo este esperpento la jugada salió redonda con todo ese grupo de actores que rizaron el rizo sacando lo mejor de sí mismos. Pero si alguien se lleva la palma es el gran Gómez Bur, que al más estilo Mortadelo luce disfraces a cada cual más esperpéntico y no se corta un pelo en hacer el loco en los videoclips de Los Hippyloyas.
Otra vez Javier Aguirre tras la cámara, pero esta vez dándolo todo para una historia que no hay por donde cogerla, con personajes que no sabes de donde salen, de donde vienen ni cual es su papel en la trama (no hay más que ver ese abrupto final que parece más bien que se quedaron sin dinero para acabarla) pero nos da igual mientras disfrutamos de sus canciones y sus planos llenos de zooms de la escuela Lazarov. Nunca antes el formato panorámico nos había dado tantas alegrías en sus poco más de 80 minutos que pasan en un suspiro.
Una vez al año ser hippy no hace daño forma parte de ese cuadríptico bastardo que se montó José Luís Dibildos con Leblanc, Landa y Gómez Bur: Los subdesarrollados (Fernando Merino, 1968), Los que tocan el piano (Javier Aguirre, 1968) y La dinamita está servida (Fernando Merino, 1968). Y donde en la primera y la tercera cambió a Concha Velasco por su señora Laurita Valenzuela.
Pero si algo tienen en común las tres películas aquí comentadas son sus bandas sonoras a cargo del maestro Adolfo Waitzman, especialmente destacable todo el soundtrack de este Una vez al año... lleno de melodías, desde lo más spanish de la época a ritmos más poperos pero todo ello bañado con mucho sentido del humor. Tanto sentido del humor que son capaces de hacer un chiste (casi privado) a costa de Los Bravos y su Los chicos con las chicas.
Que grandes Los hippyloyas!, auténticos precursores de la publicidad tabacalera subliminal.
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