El King Kong (King Kong, 1933) clásico fue un éxito sin precedentes en su día, salvando incluso a la RKO de una situación económica crítica. No así El hijo de Kong (The son of Kong, 1933), que sin ser un fracaso en taquilla sí que tuvo críticas muy malas. Ahí entramos en un período en el que el personaje queda en letargo con algunos proyectos que no vieron la luz, hasta que en los 60 la Toho compra los derechos del personaje y lanza King Kong contra Godzilla (King Kong vs Godzilla, 1962) y luego King Kong se escapa (King Kong escapes, 1967), películas estilo Kaiju Eiga, donde incluso aparece un Kong robotizado, que causan furor en tierras orientales y más allá. Sin ir más lejos, Gojira tai Megaro de 1973 y aquí conocida como Godzilla contra Megalon, fue lanzada en Alemania como King Kong. Dämonen aus dem Weltalz, algo así como King Kong y los demonios del espacio exterior. Evidentemente un anzuelo puramente exploit, pues en la película no aparece King Kong por ningún sitio.
Volviendo a King Kong se escapa, existe una edición en VHS de la mano de Meta Films (una de las muchas distribuidoras que aparecieron como setas en pleno boom del videoclub) que la carátula era un saqueo despiadado de la versión 1976, cambiando el avión de la mano por una palmera. Y ya que estamos con el póster, sería bueno saber porqué el cartel original fue modificado en nuestro estreno, teniendo el yanki un más que evidente avión destrozado en la mano del gorilón, mientras que en el cambio el avión quedaba menos evidente.
En el otro lado teníamos al chiflado y entrañable de Dino de Laurentiis, que había contratado como director a John Guillermin, que acababa de hacer El coloso en llamas (The Towering Inferno, 1974); al guión Lorenzo Semple Jr., guionista puramente pulp con sus libretos para la serie Batman (Batman 1966-68) y El avispón verde (The green hornet, 1966-67) u otro Laurentiis como Flash Gordon (Flash Gordon, 1980).
Al final el choque entre las dos producciones indicaba que terminaría en disputas legales, pues las dos decían tener los derechos: De Laurentiis había pagados 200 mil dólares a la RKO y Universal había comprado los derechos de la novelización, pero luego se dio cuenta que esos derechos no se habían renovado y pasaban a ser de dominio público. Al final la cosa se acabó enredando más en los juzgados, con demandas y contrademandas. Finalmente, un juez sentenció que los derechos pertenecían a Merian C. Cooper, guionista y director del film de 1933, que ya en su día estuvo de juicio con la RKO por la disputa de los derechos del personaje. Éste, acabó vendiendo los derechos a Universal.
Pero volvamos allá por 1975, cuando De Laurentiis y la Universal tenían su pelea particular. El italiano llegó a la conclusión que lo importante era adelantarse y estrenar la película antes que la competencia, por lo que aceleró el proceso pese a que todo el tema de la creación del simio estaba muy verde. Aunque, finalmente llegaron a un acuerdo y de lo ganado con su película daría un porcentaje a Universal.
El film del italiano acabó siendo una superpoducción en toda regla: un presupuesto inicial de 16 millones de dólares que acabaron siendo 22, construcción de un gorila robotizado de 6 toneladas y 12 metros de altura recubierto de pelo de caballo argentino (!!) con un coste cercano a los 2 millones de dólares, una escena final con 30 mil extras... Pero como solía pasar con la mayoría de sus grandes producciones, todo tenía cierto olor chusquero, de "esto lo hago por mis huevos salga como salga" y que más vale burro grande, ande o no ande.
La peli empieza bien. La historia está ambientada en la época en la que se rodó y la excusa para llegar a Skull Island (la isla donde habita el simio) está muy bien buscada: un tipejo con contactos en la NASA tiene información que allí puede haber un yacimiento de petróleo. En la expedición hay un polizón que es nuestro héroe (un Jeff Bridges con una de las barbas más asquerosa que se han visto) y luego se encuentran a una naufraga que es una primeriza Jessica Lange. Como dato curioso decir que en el doblaje se censuró lo que se dejaba a entender en la versión original, y es que el personaje de Lange se iba a China hacer una película porno. A partir de ahí la historia es, básicamente, la misma que la original. Llegan a la isla, se encuentran a la tribu que secuestra a la rubia y se la entregan a Kong, para luego capturarlo y llevárselo a Nueva York como —y nunca mejor dicho— mono de feria.
Como decía, el inicio está muy bien, todo lo referente a la llegada a la isla misteriosa es interesante, hasta que le dan por meter una trama forzadísima para que los dos protagonistas (humanos) se enamoran en unas escenas acarameladas en la cubierta del barco mientras se hacen fotos. Ahí el film, que hasta ese momento mantenía una línea seria, comienza a entrar en el terreno de la parodia (aunque sin sin llegar a él al 100%). El personaje de Charles Grodin acaba siendo una caricatura del clásico malo megalómano, acabando como un chiste con patas. Tampoco se puede tomar muy en serio el hecho que a Kong lo hagan aparecer ante el público de un gigantesco surtidor de gasolina. Esperpéntico.
Capítulo aparte habría que darle a los efectos. A día de hoy son simplemente desastrosos y chirriantes, sobre todo en su parte final. Dando la sensación que con tal de estrenar la película en aquellas navidades se cepillaban las tomas a velocidad de vértigo. Parece ser que en un primer momento se contrato a Rick Baker —todavía sin tener la fama que le daría Un hombre americano en Londres (An American Werewolf in London, 1981)— para que se encargara del disfraz del mono, pero cuando por Hollywood se supo que en esta nueva versión el primate iba a ser un señor disfrazado comenzó a correr el choteo como la pólvora, a lo que De Laurentiis miró hacia su Italia natal y se trajo a Carlo Rambaldi, que junto a Baker idearon unos mecanismos para la expresividad de la cara de Kong. Además, el productor se empecinó que eso no podía quedar así, con lo que se le metió entre ceja y ceja (y créeme cuando te digo que de esto iba bien servido) que había que construir un simio gigante. El bicho, de varias toneladas y 12 metros de altura, tenía que moverse pero aquello no funcionaba ni en broma. Su aparición acabó limitándose a un par de minutos al final de la cinta, evidenciando su condición de muñeco gigantesco que no mueve ni un dedo.
Y par seguir con la faraónica visión del productor, el climax final no podía suceder en el Empire State, si no en las torres gemelas del World Trade Center que se acababan de convertir en los edificios más altos del mundo.
Pese a que hoy en día haya quedado muy desfasada y, en cuanto a novel técnico, a la altura de una serie B, en su día fue un gran éxito taquillero. Lo que ayudó a que los derechos televisivos fueran vendidos a precio de hora, dando con una edición televisiva que llega a las 3 horazas.
King Kong (King Kong lives, 1986). El comentado King Kong producido por De Laurentiis fue un éxito tremebundo, pero en la época todavía no había explotado la cultura de hacer secuelas, que sería más propia de los 80, y había un buen pollo montado con los derechos del personaje. Impedimentos más que importantes para que alguien se planteara una secuela. Y no fue hasta una década más tarde cuando la Universal, que ya era legalmente poseedora de los derechos, y el productor italiano unieron fuerzas para cagar no sólo una de las peores secuelas, si no, una de las peores películas de la historia. No se complicaron demasiado con la trama, haciendo que el inicio se situara justo cuando acaba la anterior. King Kong no está muerto y lo mantienen con vida pero sin conciencia durante una década en algún laboratorio, llegando incluso a insertarle un corazón artificial, pero la operación sale mal y es indispensable una transfusión de sangre. Por arte de birlibirloque del guionista —sí, lo hizo un mago— se topan con otro espécimen pero es versión femenina, la cual capturan y se la llevan para usarla para la transfusión. A partir de ahí lo previsible: los simios se encariñan, se escapan, el ejercito detrás...
Aquí realmente son los dos simios los auténticos protagonistas, ninguno de los humanos tienen un mínimo de interés. Ni siquiera Linda Hamilton ni Brian Kewrwin (¿quién diantres es este tipo?), que van constantemente detrás de Kong y señora cuales moscas cojoneras.
Hay que decir que las escenas de los cromas están muchísimo mejor hechas que la anterior, incluso juegan más con las perspectivas. Pero aquí la condición de unos señores disfrazados de monetes es mucho más cantosa. Pero tampoco se librán de multitud de fallos de escala. Cosa muy evidente en la que Kong se zampa unos caimanes.
También es interesante ver como aquí hay mucha más crueldad. King Kong se come a un tipo como si fuera un fartón y a otro lo parte por la mitad, todo ello de forma bastante gráfica.
Esta secuela, que volvió a contar con Guillermin como director, sufre de un presupuesto muy inferior (apenas 10 millones). Lo que hace que ni tengamos escenas de multitudes corriendo y que (¡oh, mierda!) practicamente en su totalidad pase en los bosques. Nada de urbe y, por consiguiente, en el clímax final nos hemos de olvidar de ver a los protagonistas subir algún gran edificio. Todo acaba ocurriendo en un triste granero, donde, cual virgen María, da a luz a un monete muy chungo. Seguramente sería el último intento de mantener la esperanza de futuras secuelas, cosa que, évidenmment, nunca ocurriría. Y es que estamos ante uno de esos fracasos estrepitosos que ni recuperaron lo invertido.
Yo, que soy muy maniático por esto de los pósters, acompaño el título con la que se me quedó en la memoria, la de su edición en vídeo —un diseño muy 80tero, pero no quiero dejar pasar los carteles de su estreno en cines. Pura y llanamente casposos hasta decir basta. Casi de película de dibujos animados.
En cambio, el japonés tiene ese no sé qué que mola mucho, sobre todo porque se parece a Son Goku transformado.