En Baltimore, un chaval que responde al nombre de Pecker, pasa los días haciendo fotos con una vieja cámara que consiguió su madre, que regente una tienda de artúiculos usados. Ya sea fotografiando las hamburguesas que cocina en su cutre trabajo en una no menos cutre hamburguesería; a la gente con la que se va topando día sí, día también; a su mejor amigo mientras roba para él carretes Kodack; a su novia mientras controla a los clientes de la lavandería donde trabaja, o a los borrachuzos que frecuentan el bar de su padre. Básicamente, retrata la vida de su entorno.
Un buen día decide hacer una exposición de sus fotos en la hamburguesería, a la que asiste una marchante artística llegada desde Nueva York, que queda chipirifláutica con la obra del chaval y decide llevárselo a la gran manzana, causando un gran revuelo, no sólo en la vida de Peckerd, si no de los que aparecen en sus retratos.
Considerada como una obra menor dentro de la filmografía de John Waters, la cinta es hija de un tipo de cine que se usaba mucho en los 90 para llamar a los más jóvenes. Un estilo que bebía mucho de lo que había empezado a primeros de los 90 en la televisión con series como El mundo de Beakman (Beakman's world, 1992-97) o Parker Lewis (Parker Lewis Can't Lose, 1990-93), pero que, a su vez, bebía de los cartoons del a Warner o los Terry Toons. Luego esto se vio en cines como El cuchitril de Joe (Joe's apartment, 1996).
Waters venía de hacer Los asesinatos de mamá (Serial mom, 1994) y durante los siguientes 4 años intentó materializar el proyecto de Cecil B. Demente (Cecil B. DeMented, 2000), pero ante la imposibilidad de llevarlo a cabo, se decantó por filmar Pecker (Pecker, 1998). Cecil B. Demente acabaría siendo su siguiente film dos años después.
Con Pecker demostraba que había perdido su punch, y que la edad o lo que sea le quitó, en cierta forma, sus ganas de tocar lo que no suena. Seguía haciendo crítica, pero cuando es la Warner (New Line ya hacía años que había sido absorvida por la major) la que distribuye tu película, te lo miras todo con otros ojos e intentas que esa niña que se comporta como una auténtica yonki del azúcar acabe como un gag del que nadie pueda sentirse ofendido y hasta tu abuela se ría. Ahí tenemos ese final totalmente happy end que es repipi hasta el tuétano.